17 enero, 2007

Cuentos de espantos I, relatos escépticos de Manuel José Othón

Son tres los cuentos de espantos del poeta mexicano del XIX Manuel José Othón (1858-1906). Hoy toca Encuentro pavoroso y los siguientes que publicaré serán Coro de brujas y El Nahual, según el orden de la edición que manejo. Sus cuentos de espantos son valiosos para conocer el relato hispanoamericano anterior al siglo XX y por ser una muestra curiosa de la tradición fantástica romántica. Othón juega en ellos con la realidad y la apariencia confundiendo al lector con los recursos habituales del género para llevarlo a una conclusión poco habitual. Son cuentos didácticos y desmitificadores con los que el escritor mexicano, católico, pretende combatir la superstición.



ENCUENTRO PAVOROSO

I

De esto hace ya bastantes años. Encontrábame en una aldea muy antigua de la zona litoral del Golfo. Tenía que regresar a la ciudad de mi residencia y emprender una jornada de muchas leguas. Abril tocaba a su fin y el calor era insoportable, por lo que decidí hacer la caminata de noche, pues de otra manera me exponía a un espasmo o a una insolación. Ocupé la tarde en los preparativos consiguientes y, llegadas las nueve de la noche, monté sobre una poderosa mula baya y, acompañado de un mozo de estribo, atravesé las calles de la villa, encontrándonos a poco andar en pleno campo.
      La noche era espléndida. Acababa de salir la luna llena, pura y tranquila, envuelta en un azul diáfano, como si estuviera empapada en las olas del Atlántico, de donde surgía. Los bajos de la montaña envolvíanse en el caliginoso vapor del "calmazo", que así llaman a la calina en aquellas tierras. El cielo estaba resplandeciente, como si fuera una bóveda de cristal y plata. Desde la salida del pueblo, el camino se marcaba vigorosamente al borde pedregoso y áspero de un acantilado, a cuyo pie, por el lado izquierdo, rodaba el río entre guijas y peñascales, con un rumor a veces como el de un rezo, a veces como el de una carcajada. A la derecha se extendía la muralla movible y verdinegra de un inmenso bosque. De manera que la senda, muy angosta, corría, corría y se prolongaba entre el acantilado del río y la cortina del follaje.
      Buen trecho del camino habíamos recorrido, cuando mi acompañante me advirtió haber olvidado un tubo de hojalata que contenía para mí papeles de la mayor importancia. Le obligué a regresar, lo cual hizo volviendo grupas y, disparado a carrera tendida, bien pronto se perdió su figura entre la claridad de la noche, y el ruido de los cascos entre el murmullo del río y el rumor de los árboles.
      Seguí hacia adelante, paso a paso, con objeto de que el mozo me alcanzara en breve tiempo. La brisa que soplaba desde el mar, llegó a refrescar la caliente atmósfera, barriendo los sutiles vapores del "calmazo" y dejando contemplar el paisaje hasta la las más profundas lejanías, todo envuelto en la inmensa ola de aquella noche tropical y divina.
      Yo estoy habituado a la soledad de los campos, en las montañas, en los bosques y en las llanuras. He pasado muchas noches en una choza, debajo de un árbol, de un peñasco o a la intemperie absolutamente, sin más compañía que la de mis pensamientos. Así es que aquella soledad era para mí muy grata, pues estaba plenamente inundado en la augusta y serena majestad de la naturaleza. Nada de medroso había en torno mío y ningún temor, por consiguiente, me asaltaba. El gozo inefable e inmenso de la contemplación iba penetrando en mi espíritu a la vez que el aire fresco y perfumado de la selva hinchaba mis pulmones. Aún olvidé por completo asuntos arduos y graves por demás, que ocasionaban aquellos viajes por comarcas casi deshabitadas y salvajes, y hasta olvidé también el mozo que debía regresar y darme alcance. Como caminaba tan despacio, no había recorrido cuatro leguas a pesar de cuatro horas transcurridas. Media noche era por filo y el lucero brotaba cintilante y radioso tras el vago perfil de la lejana cordillera, blanco, enorme y deslumbrador como otra luna.
      Todo era luz y blancura en aquella noche del trópico. Los peñascos aparecían semejantes a bloques de plata y las frondas, los matorrales y la maleza misma, temblaban como nervios de cristal, vibrantes y sonoros. El río era un chorro de claridad y sus espumas relampagueaban como un lampo, heridas por la mirada luminosa que el firmamento incrustaba en ella desde su alcázar de diamante.

II

      Mi cabalgadura seguía al paso, ya hundiendo los cascos en el polvo de la senda, ya aferrándose sobre las duras peñas del cantil. La mula era mansa y obediente al más ligero estímulo de la rienda o de la espuela. Caminaba, caminaba sin reparo y sin tropiezo, con el cuello flácido y la cabeza inclinada. Prolongábase el sendero más y más, blanqueando el terreno y torciéndose, plegándose a las ondulaciones del bosque, de los cantiles y a las quebraduras del terreno. Yo me había abstraído tan hondamente en el pasmo contemplativo de la meditación, que estaba ya en ese punto en que, a fuerza de pensar, en nada pensamos. Poco a poco, una dulce tristeza me envolvía, porque el campo era triste, aún en las horas en que mayor vida rebosa.
      De repente levantó mi caballería la cabeza, irguió las orejas, arqueó el cuello y, resoplando por la nariz, dilatado el belfo y los ojos fijos en un punto frontero, intentó detenerse. Rápidamente volví sobre mí, inquiriendo la causa de aquel accidente. Con la vista recorrí toda la extensión que me rodeaba. Estoy acostumbrado a ver larguísimas distancias y la noche no es un obstáculo para que pueda distinguir un objeto lejano sin más claridad que las estrellas. Nada extraño descubrieron mis ojos. Castigué a la acémila con el látigo y la espuela y el animal, resentido del castigo, continuó al instante su camino. Imaginé que habría advertido la presencia de alguna víbora que atravesaba el sendero y no di la menor importancia a aquel suceso.
      Seguí sin detenerme, pero, a medida que avanzaba, el animal mostrábase inquieto y receloso. Pocos minutos transcurrieron cuando por segunda vez, pero de una manera más acentuada, parose la mula, olfateando el aire con la nariz hinchada y erectas hacia adelante las desmesuradas orejas. Empecé a inquietarme, pero sin llegar a la alarma. Fustigué vigorosamente a la bestia y la obligué a tomar de nuevo su andadura. Con más detenimiento y cuidado examiné la senda, el bosque, hasta donde la mirada podía penetrar, y el fondo del barranco por donde el río se deslizaba. Inútil fue también aquella segunda inquisición. Afianzado ya en los estribos, enderecé la marcha, confiado y resuelto, hacia el punto que era objeto de mi viaje.
      Hasta entonces había logrado que la mula obedeciera; mas sobrevino una tercera detención y entonces el espanto que se apoderó de la cabalgadura empezó a transmitirse a mis nervios. Ya el azote, la rienda y las espuelas hincadas despiadadamente en ijares, fueron inútiles.
      Con los remos abiertos y queriendo devolverse o lanzarse al bosque, la bestia se rebelaba contra todos mis esfuerzos por encaminarla de frente. Entonces, y de improviso, el miedo, un miedo horrible, me invadió. Sentí culebrear el terror por todos mis miembros, pues una idea terrorífica asaltó mi pensamiento, la angustia indefinible me apretó el corazón como una tenaza férrea. Sí, era indudable; no podía ser otra cosa: ¡El tigre!, el sanguinario huésped de las selvas de "tierra caliente" me acechaba sin duda, y yo estaba solo, completamente solo, en el desierto de los campos, pues el ausente no daba señal alguna de su regreso. Grité a grito herido, por una, dos, veinte veces. Ni tan siquiera el eco contestaba a mi voz. En aquel conflicto pensé instantáneamente que debía dominarme, que importaba recobrar mi sangre fría para encontrar un medio cualquiera de salvación.
      Con un supremo esfuerzo, logré aquietar mi espíritu y calmar la tensión de mis nervios. No llevaba conmigo más que un revólver y un cuchillo de monte, inútiles en un combate con el poderoso felino. Las apercibí, sin embargo, para usar de ellas rápidamente y procuré orientarme a fin de seguir el mejor camino, en caso de poder emprender la fuga. Pero, de pronto, ya con calma, eché de ver que la mula pugnaba por internarse en el bosque y esto me devolvió completamente el valor perdido, pues en caso de que la fiera me acechara, debía estar precisamente oculta en el bosque, entre las malezas y, en tal caso, el instinto de mi cabalgadura le habría indicado tomar otro sendero. Además en el camino que se extendía ante mí, a una distancia muy larga y que se descubría del todo, no había cosa alguna que semejara jaguar o pantera, que son los dos animales feroces a quienes los naturales de aquellas marcas dan el nombre de tigre.
      Entretanto, la mula se había calmado también un poco, más bien agotada por el miedo y el terrible castigo que yo le seguía imponiendo sin misericordia que por que hubiera presentido la ausencia del peligro. Este continuaba, pues ni un momento dejó mi pobre bestia de olfatear el aire, lanzando entrecortados resoplidos. Luego de allí, de la prolongada vereda venía el peligro. ¿Qué podía ser? La proximidad del hombre no espanta a ninguna clase de andaduras, por más que la presienta desde muy lejos. El movimiento que hacen en presencia de la serpiente no tiene nada de común con aquellas muestras de terror sumo que aún duraban en mi espantado animal, rebelde todavía a continuar la marcha. Confuso y pasmado, buscaba yo cual podía ser el objeto que en tan penoso trance me pusiera, cuando a lo lejos...

III

      Allá, de un recodo del camino, surgió de pronto una figura que, aunque avivó de súbito el terror de mi acémila, vino a infundirme un rayo de consuelo, devolviendo del todo la tranquilidad a mi fatigado espíritu. Era un animal, al parecer asno o caballo, de color negro, que la blancura de la noche hacía más negro aún. Sobre él, a horcajadas, sosteníase un hombre vestido de pardo. Estaba el grupo todavía muy lejos para poder apreciar otros detalles; mas desde luego, aquello era un hombre y yo no estaba ya solo en el monte. Me ayudaría sin duda a salir de aquel conflicto y ambos investigaríamos la causa de tan grande susto.
      Pero lo extraño y lo inaudito que para mí no tenía explicación era que, a medida que se acercaba aquel a quien yo veía como a un salvador, mi malhadada cabalgadura se estremecía e impacientaba por huir. Sin embargo, transcurrido el período álgido, yo podía refrenar aquellos desaforados ímpetus. Soy un jinete medianamente diestro y me impuse al animal, casi gobernándolo por completo.
      En tanto el otro jinete iba acercándose paso a paso, muy lentamente, como quien no tiene prisa de llegar a parte alguna. Por la andadura conocí que venía montado sobre un asno, al que no estimulaba para que avivara el paso, dejándolo caminar a toda su voluntad y talante.
      El lugar donde me encontraba detenido era un sitio más amplio que el resto de la vereda, pues allí precisamente empezaba a ensanchar el camino, en virtud de que los acantilados se iban deprimiendo paulatinamente, formando sobre el río macizo talud de piedra. Ya mi taciturno compañero estaba cerca y pude distinguir que no traía sombrero y sí solamente "paliacate" ceñido a la cabeza. Quise adelantarme a su encuentro, espoleé, herí las ancas de la cabalgadura, que resistía de todo punto, y sólo conseguí acercarla a la vera de la espesura, donde los árboles formaban un claro. En esa posición esperé, siempre con el revólver apercibido, pues no me perecía de más precaverme.
      Cierto malestar empero, una especie de ansiedad aguda, me oprimía el pecho, pues, a pesar de todo, aún de la próxima compañía de aquel viajero, encontrábame en presencia de algo desconocido, de algo raro, y yo presentía que un acontecimiento estaba pronto a sacudir mi ánimo hasta en lo más profundo.
      Ya sólo unos cuantos pasos nos separaban. Ansioso por dar fin a tan extraña situación, hice un supremo y vigoroso esfuerzo, levanté las riendas, hinqué la espuela y sacudí el azote, todo a un tiempo, y la mula se lanzó desesperadamente hacia el perezoso grupo, deteniéndose de improviso a unos tres o cuatro metros de distancia. El negro animal, con esa particularidad de los de su raza, se acercó afanosamente al mío, hasta quedar frente a frente los dos y yo con el jinete.
      Brusco, terrible, hondísimo, fue el sacudimiento que estuvo a punto de reventar los más vigorosos resortes de mi organismo. Un sólo instante, pero tan rápido como una puñalada o la fulminación del rayo que destrozan y aniquilan; un sólo instante clavé los ojos en aquella faz que ante mí revelaba sus contornos de un plasticismo brutal y espantable hasta el espasmo del horror. Y en ese instante lúgubre no hubo línea, detalle ni sombra que no se incrustaran profundamente en lo más escabroso y recóndito de mi ser.
      Era un rostro lívido, cárdeno, al que la inmensa luz lunar prestaba matices azules y verdes, casi fosforescentes: eran unos ojos abiertos y fijos, fijos sobre un solo punto invariable, y aquel punto, en tal instante, eran los míos, más abiertos aún, tan abiertos como el abismo que traga tinieblas y tinieblas sin llenarse jamás. Eran unos ojos que fosforescían, opacos y brillantes a un tiempo mismo, como un vidrio verde. Era una nariz rígida y afilada, semejante al filo de un cuchillo. De sus poros colgaban coágulos sangrientos, detenidos sobre escaso e hirsuto bigote que sombreaba labios delgadísimos y apretados.
      Eran unas mandíbulas donde la piel se estiraba tersa y manchada de pelos ásperos y tiesos; y del lienzo que ceñía la frente se escapaba hacia arriba un penacho de greñas que el viento de la noche azotaba macabramente.
      Debajo de aquel rostro lóbrego y trágico a la vez, un tronco enhiesto y duro dejaba caer los brazos como dos látigos sobre las piernas dislocadas. Del extremo de aquellos látigos, envueltos en manta gris, surgían dos manos que se encogían desesperadamente, cual si apretaran asidas alguna invisible sombra. Y todo aquel conjunto era un espectro, un espectro palpable y real, con cuerpo y forma, destacado inmensamente sobre la claridad del horizonte.
      ¿Cómo pude resistir tal aparición?, ¿cómo logré sobreponerme a mis temores y dominar la debilidad de mis nervios, tan trabajados por las repetidas y tremendas emociones de aquella noche?
      ¿Cómo alcancé, por último, a conservar un punto de lucidez y desviarme de tan horrenda larva, lanzando mi cabalgadura, como quien lanza hacia el vértigo, por entre las intrincadas sendas del bosque, para ir después a tomar de nuevo el camino que mi instinto solamente me señalaba? Lo ignoro todavía. Sólo sé que, al cabo de algún tiempo, pude orientarme hacia el sendero antes seguido y ya sobre él proseguí la marcha como a través de un sueño.
      Como a través de un sueño proseguía, que todo en derredor tomaba aspecto de las cosas entrevistas cuando soñamos. Pero la realidad se imponía tiránicamente a mis sentidos y en vano me figuraba caer bajo el aterrador influjo de una pesadilla.
      Galopaba, corría frenético por el blanco sendero que otra vez tomara al salir de la selva. El viento me azotaba el rostro, mis oídos zumbaban y una especie de vértigo me impelía; pero la misma frescura de la noche y aquel furioso galopar fueron parte a calmar mi excitación. El perfume acre y resinoso que venía arropado en el aliento de la montaña, al penetrar en mi pecho, ensanchó mi ánimo a la par que mis pulmones. Ya la aparición iba separándose de mí, no la distancia ni el tiempo transcurrido; veíala en mi mente como a través de muchas leguas y de muchos años.
      Al cabo de algunos momentos, fuese aflojando la carrera y yo no procuraba ya excitarla. Atrevíame, primero una, luego dos, por último repetidas ocasiones, a volver atrás la cabeza y hundir la mirada en el espacio luminoso. Nada. La soledad, que se extendía, que se dilataba en mi derredor, por todas partes. Aquel volver atrás los ojos llegó a ser una obsesión dolorosa que habría continuado distendiendo mis nervios de nueva cuenta, a no haber percibido de lejos voces humanas, cuyo rumor mágico acarició mis oídos como una celeste música, pues había llegado casi a perder la noción de la humanidad y pienso que sentí lo que el naufrago confinado a una isla desierta que después de mucho tiempo logra ver a sus semejantes.
      Las voces se acercaban y distinguí luego un grupo de hombres que venía por el camino platicando y riendo en amigable compañía. Llegaron hasta mí, saludándome corteses y sencillos. Eran cinco y todos marchaban a pie. A la pregunta que les dirigí sobre la causa que los obligaba a caminar a deshora, pues no veía en ellos ningún apero de labranza ni señal que indicara trabajo alguno, contestáronme dándome desde luego la explicación de lo que me había ocurrido, aunque yo me guardé bien de hacerles conocer el horror pasado, que ellos, seguramente, adivinaron en mi descompuesto semblante.
      En un rancho de la vecina sierra, la tarde anterior había ocurrido una riña a mano armada, en la que sucumbió uno de los rijosos. El matador emprendió la fuga y el cadáver, consignado a la autoridad, iba conducido a la villa de la extraña manera en que yo lo había encontrado. Para ahorrarse molestias y evitar que el ramaje se enganchara en las ropas del muerto, colocáronle los conductores a horcajadas sobre un paciente pollino, sosteniéndole con dos estacas convenientemente aderezadas en el aparejo.
      Al saber semejante cosa, encontradas sensaciones se apoderaron repentinamente de mí; ya era un anhelo brusco de abrazar, de agasajar a aquellos bárbaros, ya un furioso deseo de acometerlos. Contuve sin embargo tales ímpetus y, despidiéndome de la patrulla, proseguí la interrumpida jornada.

IV

      La del alba se venía a toda prisa cuando el repetido ladrar de perros y el alegre canto de los gallos me anunció la cercanía de un rancho que se recuesta en los estribos de la montaña. Llegado que hube, hice parada en el primer solar cuyos jacales empezaban a humear. Eché pie a tierra y me propuse a esperar a mi rezagado mozo, mientras daban un pienso a mi caballería y a mí frugal, aunque confortante, refrigerio.
      El sol salía apenas cuando, despavorido, trastornado, casi loco, llegó, por apartado sendero, el infeliz sirviente. Detenido en la villa mientras le entregaban los papeles, le pareció necesario refocilarse con buena ración de aguardiente. Un tanto ebrio, emprendió a todo escape la carrera para darme alcance, pero a poco la dipsomanía le obligó a detenerse en las últimas casas del poblado.
      Ya bastante excitado prosiguió la marcha y en un lugar del camino tuvo el mismo pavoroso encuentro que yo. Llevaba un inmenso cigarro de hojas de maíz y había gastado todos los fósforos en encenderlo. Al divisar al macabro noctámbulo, dirigiose resueltamente a él para que le proveyera de fuego, y su sorpresa y espanto fueron mayores mil veces que los que yo pasara, pues montado en un caballo que no se asustaba y siendo supersticioso en extremo como toda la gente campesina, fue brusquísimo y terrible el golpe moral que recibió su mezquino y desorganizado cerebro. La embriaguez huyó como por encanto y, habilísimo jinete, se arrojó por el acantilado abajo, siguiendo toda la margen del río hasta encontrarse conmigo en el rancho de la montaña. Por esa razón no topó con los conductores del cadáver y lo tuvo, desde el espantable encuentro, por cosa del otro mundo.
      Cuando rendimos, al día siguiente, la jornada, cayó el desgraciado mancebo presa de mortal paludismo, que degeneró en una terrible fiebre cerebral.
      Pocas semanas después estaba muerto.
      Y yo, a pesar de lo bien librado que salí, no las tuve todas conmigo.

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13 comentario/s (feed de esta discusión):
Anonymous Anónimo escribió:

Una de las magias de tu blog, consiste, precisamente, en las excelencias de la literatura que eliges para ilustrarnos.

Gracias.

1/18/2007 02:50:00 p. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

gn
Pero hombre, Inconformista, no le hables de magias a Gerardo que la vamos a liar. O bueno, háblale de magias y de lo que quieras, que se lo merece por desayunar... ¡gatitos!

La verdad es que tener esa clase de encuentro no debe de ser cosa buena para el ánimo, por muy escéptico que sea uno.

1/18/2007 10:24:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

Gracias, Inconformista, para mi fue muy interesante encontrar estos relatos, no podía dejar de ponerlos aquí.

Leónidas, a ver qué te parecen los siguientes, me gustaron más que este. (Y antes de comérmelos, los mancillo, muaahahahahah...)

Saludos

1/19/2007 03:51:00 p. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

¡Jesús, María y José! ¿Los mancillas? Los escépticos reculiaos no dejáis de darme disgustos...

Lo cierto es que este relato me aburrió un poco. Hasta que no interviene el misterioso cabalgador el cuento era un poco pesado de leer para mí. Con otro romántico, mi cursi pero adorado Bécquer, me pasaba lo mismo. Sus Leyendas me aburrían, y sin embargo sus rimas me hacían... Uhmmm, no, no confesaré que me hacían llorar de emoción.

Veamos qué más se cuenta el señor Othón.

Gerardo, hablando de otra cosa, sé que eres un perfeccionista en el arte de la escritura, y presto mucha atención a tu modo de expresarte, por eso de aprender y tal. Dices: "me gustaron más que este", y yo después de tu entrada sobre el "como" y el "cómo" ya no tengo nada claro pero, ¿no es una errata? ¿En este caso el "este" no actúa como pronombre y por lo tanto debiera acentuarse? Y a todo esto, ¿debiera, debería o ambas formas son válidas? Juas, te estoy complicando la vida, pero te lo mereces por desayunar lindos gatitos. Además, esto te gusta, qué caramba.

1/19/2007 05:52:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

Es normal que la literatura de siglos pasados aburra al lector actual, yo no me rasgo las vestiduras por eso.
Sobre los demostrativos, antes siempre había que acentuarlos cuando son pronombres, pero ahora solo se hace en caso de ambigüedad, copio del DPD:

3.2.1. Demostrativos. Los demostrativos este, ese y aquel, con sus femeninos y plurales, pueden ser pronombres (cuando ejercen funciones propias del sustantivo): Eligió este; Ese ganará; Quiero dos de aquellas; o adjetivos (cuando modifican al sustantivo): Esas actitudes nos preocupan; El jarrón este siempre está estorbando. Sea cual sea la función que desempeñen, los demostrativos siempre son tónicos y pertenecen, por su forma, al grupo de palabras que deben escribirse sin tilde según las reglas de acentuación: todos, salvo aquel, son palabras llanas terminadas en vocal o en -s (→ 1.1.2) y aquel es aguda acabada en -l (→ 1.1.1). Por lo tanto, solo cuando en una oración exista riesgo de ambigüedad porque el demostrativo pueda interpretarse en una u otra de las funciones antes señaladas, el demostrativo llevará obligatoriamente tilde en su uso pronominal. Así, en una oración como la del ejemplo siguiente, únicamente la presencia o ausencia de la tilde en el demostrativo permite interpretar correctamente el enunciado: ¿Por qué compraron aquéllos libros usados? (aquéllos es el sujeto de la oración); ¿Por qué compraron aquellos libros usados? (el sujeto de esta oración no está expreso, y aquellos acompaña al sustantivo libros). Las formas neutras de los demostrativos, es decir, las palabras esto, eso y aquello, que solo pueden funcionar como pronombres, se escriben siempre sin tilde: Eso no es cierto; No entiendo esto.

1/19/2007 06:42:00 p. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

Joder, cada día ando más confuso por tu culpa. Yo creo que debería dejar de leerte. Eres mi tormento. Si es que los filólogos sois muy raritos...

Jejeje, déjalo, me esforzaré MÁS por aprender.

1/19/2007 08:38:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

¡Yo no tengo la culpa, es la santísima RAE! Lo que pasa es que tengo que mantenerme al día con estas cosas.

1/19/2007 09:17:00 p. m.  
Blogger TIraro escribió:

Hola,

Si crees que lo merezco…..Te propongo un intercambio para los premios 20blogs, tu por mi y yo por ti. No quiero pasar vergüenza, pues mi deseo es darme a conocer. Envíame tu link a m_a_miranda@hotmail.com, si estas de acuerdo.

Mi vinculo es el siguiente:

http://www.20minutos.es/premios_20_blogs/busqueda/Manuel+Miranda%2C+Opina/

1/20/2007 11:14:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

Lo siento, no participo en los premios, no estoy apuntado y es requisito para votar. Me desagrada el intercambio de votos, una consecuencia de un sistema en el que solo pueden votar los que se presentan a los premios.

No entiendo por qué no pueden votar los lectores, el público. ¿Quien ni siquiera tiene un blog no puede votar? O haces el sistema público, o lo haces con jurado; pero esto es una idiotez que solo agrava la ya insoportable endogamia y el chuparse las pollas de esta porqueriza de vanidades y mediocres llamada blogosfera. Quizás solo es precisamente el sistema que se podía esperar de lo que es normal en ella. Si ya me parecía un premio poco interesante, con este sistema de votos me parece directamente una tomadura de pelo. Nunca me ha parecido que se haya premiado la calidad de un blog, que debería ser el criterio de un premio, y ahora, mucho menos.

No me gustan los premios ni el trepado blogosfericos, estoy harto de ver gente muy buena que no es reconocida, o ni siquiera conocida, por no promocionarse. Prefiero la parte sana de los blogs, sin vanidades ni ambiciones. Cada uno a su aire, sin cargarse una afición con estas tonterías.

Y además, el premio 20 minutos es una mierda. Yo aspiro al Nobel.

1/21/2007 11:09:00 p. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

Brobjjjssss (ruido de aguantarme la risa).

Gerardo, no te lo tomes a mal, pero tu último comentario me parece mil veces más interesante y educativo que la entrada. Así se habla, campeón.

Tentado estuve de decirle cuatro verdades al señor Tiraro, pero este no es mi blog y no me parecía bien meterme donde no me llaman. Me alegra que ya lo hayas hecho tú. Con esto del concursito me estoy encontrando cada cosa por la blogosfera... (y ya me extrañaba a mí que tú te hubieras inscrito, por cierto).

La pena es que Tiraro no volverá por aquí para ver lo que se opina de su falta de dignidad.

Ya está, perdón por el off topic. ("off topic", aprecia mi blogosférico dominio del idioma).

1/22/2007 01:20:00 a. m.  
Blogger Gerardo escribió:

"Off topic", suena eso hasta medio "geek", Leónidas, ja, ja. Ahora hay que comprarse un iPod, y pronuciar al hablar de él "aipod".

1/22/2007 06:13:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

Relación de expulsados de los Premios 20Blogs

20MINUTOS.ES. 02.02.2007 - 14:57h

El jurado de los Premios 20blogs ha decidido expulsar por prácticas contrarias al espíritu de estos premios a los siguientes participantes:

* Relaciones Publicadas
* Com.es
* Bloggie de Sanshiro
* III República
* Mágica Presencia
* Cogiendo Caracoles
* Manuel Miranda Opina

Todos ellos han practicado spam masivo tanto en los comentarios de los otros blogs como a través de los correos extraídos de las bitácoras.

Los votos recibidos u otorgados por estos bloggers serán anulados.

La participación de Nos gusta el agua ha sido suspendida temporalmente y el jurado estudiará las alegaciones realizadas por sus autores para ratificar o no su expulsión.

2/03/2007 10:17:00 a. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

Je, je, je... Sí, vi la noticia el viernes. Es bueno saber que hay algo de sentido común en la organización del concursito de marras. Poco, pero algo hay.

2/04/2007 10:38:00 a. m.  

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